Yo me dispongo a tomarme algún que otro cafetito mientras tecleo, intentando pensar con cada sorbo y escribir entre uno y otro disfrutando de un momento especial en el que pueda volcar ideas, opiniones, sobre libros, música, imágenes, dar rienda suelta a algún que otro desvarío, desahogar algún grito, espero que también algo de humor, a través de esta gran ventana virtual.
Abierta queda. Si alguien quiere tomarse un café conmigo bienvenido sea.
Entrada rápida para anunciaros que vuestros votos han decidido que la ganadora sea la
FOTO NUMERO 8
Muchas gracias por vuestra colaboración. A mí me cuesta mucho decidirme, por eso de que todas son hijas mías y todas tienen algo que me parece especial.
Aunque la más votada ha sido la ocho, los votos han estado bastante repartidos, así que he pensado que también repartiré el tiempo de primavera entre las más votadas. La ganadora ocupará el podio durante más tiempo, pero intentaré ir renovando la foto para que las que se han quedado cerca también pueden lucirse durante unos días.
Sucedió
anoche, poco antes de que dieran las doce. El sol se colocaba a la altura del
Ecuador dando lugar al Equinoccio, ese momento en el cual la luz y la oscuridad
se dividen las horas del día a partes iguales y marca el inicio de la primavera. A partir de este momento, el sol irá acaparando más
y más horas de dominio, calentando la tierra y el aire para alegría de muchos y
resignación de algunos, entre los que me cuento.
Todos sabemos sin embargo, que esta conveniencia no se ajusta para nada al relevo
real y mucho más difuso e impreciso entre el invierno y la primavera. A mí, sin
previo aviso, me lo cuenta una mañana el aire en cuanto pongo el pie en la calle. Ese
día sé que el invierno ha claudicado y suele suceder en algún momento del
mes de febrero. Ya sé que mi criterio no es nada científico pero hay un signo
inequívoco y objetivo que estoy segura de que todos podremos aceptar como válido
y es el momento en el que florecen los almendros.
El
invierno no está aún derrotado, pero ellas, desafiándolo, humildes y hermosas, salpicando de blanco y rosa las desnudas
ramas del almendro nos anuncian sin ningún genero de duda que un año más la
primavera ha vuelto.
Hoy, primer día oficial de la primavera suyo
es el protagonismo.
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
¿Qué
os parecen? Están hechas en La Quinta de los molinos, aunque en casa siempre
nos referimos a él como el Parque de los almendros J)
Os
propongo que me ayudéis a elegir entre ellas a la foto que, en la columna de la
derecha, presidirá este tiempo de primavera en el blog. ¿Os apetece? Solo tenéis
que votar por la que más os guste, para ayudaros les he puesto número. Y si os
cuesta decidiros, no os quedéis solo con una, podéis votar por dos o por tres…
Érase
una vez que se era, un precioso pantalón de pana rosa. Era una pana muy fina y
sutil, suave y cálida, de un pálido y discreto color rosa palo. Ya no recuerda
qué manos le dieron forma, quién lo transportó hasta la tienda ni quien lo metió
en una bolsa, pero sí recuerda el armario de clara madera que lo acogió en su
nuevo hogar y las manos que lo acariciaban cada vez que lo escogían entre las
demás prendas que compartían armario con él. También recuerda el día que llegó su
compañero de percha, otro pantalón de pana de un vivo color rojo, porque desde
el primer encuentro se llevaron muy bien. Sentían una afinidad especial, tal
vez por compartir el tejido de pana y aunque rivalizaran a la hora de ser
elegidos por su dueña, se trataba de una rivalidad sana y deportiva porque sabían
que el contraste de sus colores los hacían complementarios y las posibilidades
estadísticas de ser elegidos eran muy similares. Había otros pantalones con
muchos más problemas porque un vaquero oscuro es un rival mas potente de un
vaquero claro y dos pantalones negros, aunque sean de distinto corte se hacen
una competencia mucho más feroz. Así que el pantalón de pana rosa y el pantalón
de pana rojo se hicieron grandes amigos.
El
día que les tocaba salir de casa bien ajustados al cuerpo de su dueña, se sentían
orgullosos de marcar la forma de su cuerpo y prestarle su calor y belleza. Era
estupendo estar en la calle, ya fuera a la luz del día o bajo las luces de la
noche, con tanta gente, tantos colores y tanto ruido, aunque no les gustaba
nada que los sacaran en días de lluvia, la humedad no les sentaba bien a
ninguno de los dos. Cada mañana al salir del armario se preguntaban nerviosos
con quién les tocaría compartir el día, si con la chaqueta negra o con la blusa
blanca, porque no con todas las prendas se llevaban igual de bien, siempre había
más roces con unas que con otras, una tirantez por aquí, un desajuste por allá,
pero todo era preferible a permanecer encerrados en las penumbra del
armario.
Así
trascurría su dichosa vida de pantalones, hasta que, casi al mismo tiempo, los
dos se vieron abocados a la misma desgracia. El mal del pantalón ajustado entre
unos muslos que se rozan al caminar. No hay tela que resista sin inmutarse el
constante rozamiento a la que es sometida en unas circunstancias de uso
habitual. Nuestros protagonistas fueron víctimas de su popularidad. Ellos, que
tan orgullosos estaban de contarse entre las prendas favoritas de su dueña, tuvieron
que enfrentarse al duro trago de ver como se ajaba su pana hasta desaparecer en
aquellos puntos donde el roce era inevitable, y aunque el resto de su
superficie permaneciera impecable y su color apenas hubiera sufrido por los
constantes lavados, sabían que en el momento en que la trama del tejido,
desprotegida y cada vez más liviana, cediera y se rasgara, estaban
sentenciados.
Tan
amigos eran el pantalón de pana rosa y el pantalón de pana rojo que hasta en
eso parecieron ponerse de acuerdo y casi a la par, o con muy pocos días de
diferencia, ambos acabaron viendo su integridad rota, rasgada, deshilachada. Y por aquel desgarro sintieron como se les iba la vida. Y si eso los llenó de
tristeza y desolación porque ya se veían en el contenedor de la basura, aún les
dolía más ver la carita de pena con que les miraba su dueña que tanto cariño
les había cogido y que tan a gusto se había sentido en su compañía.
Pasaron
un tiempo sumidos en la incertidumbre, arrugados y abandonados en un rincón. Conforme
pasaban los días sin que ella se decidiera a meterlos en una bolsa y tirarlos a
la basura crecía en ellos la pequeña esperanza de que, aún en su estado, volvieran planchaditos y bien doblados a la percha en el interior del armario.
Quizá a ella no le importara volver a usarlos así, o quizá les pondría un parche como hacía a veces con los vaqueros.
Y
un día por fin, se vieron alzados, revisados, toqueteados, calibrados, medidos y sobados. Algo se cocía en la cabeza de ella y aún no sabían si sería para su
bien. Pasaron unos días muy malos. Temblaban abrazados en su rincón, intentando
pasar desapercibidos cuando la veían merodear por allí. Una aciaga tarde preparó
la máquina de coser, sacó el costurero, y muertos de miedo vieron como se
acercaba a ellos con unas horribles tijeras en las manos…¡Dios mío, nos va a despedazar!
Ambos a un tiempo perdieron la consciencia. Así, con un par de tijeretazos, su hechura de pantalones quedó
desmantelada para siempre.
-¿Qué
ha pasado? ¿Dónde estoy? Qué raro me siento y al mismo tiempo no me encuentro
nada mal, me siento blandito y cómodo.
Miró
a su alrededor, no estaba en un oscuro armario, sino en lo que parecía un salón
y a su lado sentía una suavidad y un olor que le resultaba muy familiar.
Pero… no podía ser, parecía su amigo,
el pantalón de pana rojo, pero tenía una forma extraña, nueva, desconocida. Se
fijó un poco mejor, parecía sonreírle.
-¿Qué?
¿Qué te parece en lo que nos han convertido? No está tan mal ¿sabes? Ahora, no
nos sacarán a la calle y a veces nos achuchan demasiado, pero a cambio estamos
siempre a la vista y aquí no tenemos que mojarnos tanto, ni sufrimos tantos
roces. A
ti te ha dejado hecho un pimpollo y yo… no sé si me has mirado bien, pero ahora estamos más
unidos que nunca.
El pantalón de pana rosa, que ya no era un
pantalón de pana rosa, miró a su amigo, el pantalón de pana rojo que ya no era
un pantalón de pana rojo y sintió cómo le embargaba la emoción. Una nueva vida
comenzaba para ellos. Juntos.
Voy
a contaros una pequeña historia de un tiempo cada vez más lejano. De un tiempo
aún en blanco y negro, casposo y mojigato pero que empezaba tímidamente a
soltarse la melena. Un tiempo en el que aún había profesores que pensaban
aquello de que “la letra con sangre entra”. Os cuento todo esto para situaros y
que entendáis mejor lo difícil que era ser un niño zurdo en ese tiempo.
Ser
zurdo en esa época estaba muy mal visto. Se consideraba cuanto menos una
desviación que había que corregir como fuera y desde luego debía conseguirse en
la gran mayoría de los casos porque durante mi niñez sólo veía otros zurdos en las
películas norteamericanas. Y en mi casa se comentaba con un ligero tono de
satisfacción, como si el hecho de que en Norteamérica fuera algo relativamente
común significara que aquello no podía ser tan malo. Sólo mucho después, ya de
adulta, he comprendido que yo no era tan rara y que había muchos más zurdos
contrariados de lo que yo imaginaba.
El
caso es que conmigo también se intentó. De algunos de esos intentos no guardo
memoria porque se remontan a mi más tierna infancia. Las leyendas familiares
contaban, por ejemplo, que se me ataba la mano izquierda a la silla para que
comiera con la derecha. La verdad, no lo recuerdo, así que tampoco debió ser
muy traumático o sencillamente duró poco. En este asunto de la comida, recuerdo
con especial desagrado que cada vez que iba al pueblo en el verano había un tío
mío que nunca, ni un solo año, dejó de afearme el que cogiera la cuchara con la
mano izquierda y me molestaba especialmente el tono con el que me decía que
comer con "la mano chova" estaba muy
feo, un tono despreciativo y una mueca casi de asco. Mi mente infantil encontraba
sencillamente incompresible el calificativo de “feo”. ¿FEO? ¿Cómo podía ser más
FEO comer con una mano que con otra? Podía ser más difícil o incomodo o molesto
para el vecino de mesa, ¿pero FEO? Y
el hecho de que yo no pudiera apreciar fealdad alguna en manejar la cuchara con una mano u otra hacía que
despreciara inmediatamente el comentario, sin darle ningún valor. Pero me
molestaba que tuviera que decirlo cada año, cada vez que compartíamos mesa, como
si yo lo hiciera por capricho o por molestarle a él. Afortunadamente no eran
más de una o dos veces cada verano.
Otra
cosa que me llamaba la atención y que sólo he comprendido con los años, era que
mi padres parecían excusarse, fuera del ámbito familiar más cercano, por mi
comportamiento, aduciendo que lo habían intentado todo y que no había manera, oye,
que la niña es muy cabezona y no hay forma de corregirla.
La
verdad es que creo que en realidad mis padres tampoco pusieron un gran empeño
en ello. Mi madre estaba sobrepasada de trabajo con tanto niño
pequeño como tenía en casa y había otros problemas más acuciantes y esenciales
que quitarle a la niña esa costumbre de utilizar la mano izquierda.
El
otro campo de batalla para esta guerra fue evidentemente el colegio. Estaba la
EGB recién estrenada. La escolarización era obligatoria a los seis años, pero
en cuanto cumplíamos los cuatro nos llevaban a Parvulitos. Casi puedo ver a mi
madre suspirando de alivio conforme iba mandando a otro niño al cole y podía
quedarse con la casa para ella sola unas horas al día.
Por
aquellos tiempos, era empezar el cole y ya estabas aprendiendo a hacer palotes
y diferenciar las vocales y los números. Nada de colorear, ni de gomet, ni de
plastilina, ni nada de nada. Si me paro a pensar en ello llego a la conclusión
de que tuve mucha suerte con la primera seño que me tocó en suerte.
Doña Concha
además de la directora del colegio era la encargada de los pequeños. La
recuerdo mayor, incluso teniendo en cuenta que para los niños pequeños todos
los adultos son mayores, la señorita Concha por aquel entonces ya debía estar
en edad de ser abuela y aunque podía haber sido muy de la vieja escuela, lo
cierto es que siempre me pareció una profesora firme pero justa. Creo que
también tenía a su favor mucha experiencia y seguramente un espíritu
suficientemente abierto como para no convertir en cruzada el cambiar la mano
con la que su alumna cogía el lápiz. Era seria y enérgica, se hacía respetar
sin necesidad de usar el castigo físico y no recuerdo ninguna presión en ese
sentido en aquellos dos primeros años de escuela. Ni siquiera por parte de una
profe auxiliar, mucho más rígida y gruñona que Doña Concha. La señorita Nieves,
gruesa, con zapatones bajos, su ropa monjil, su moño gris, su cara de malas pulgas siempre
puesta y la mano mucho más ligera a la hora de dar capones, tampoco fue más
allá de algún comentario que no hacían mucha mella en mí. Si alguna vez cayó
algún capón sobre mis coletas fue más por habladora que por zurda.
Fue
más tarde, con mi queridísima Señorita Juanita, con la que pasé los siguientes
dos años, los correspondientes a primero y segundo de EGB, con la que tuve
que lidiar en este asunto de cambiar mi evidente condición zurda. Nos
llevábamos muy bien la señorita Juanita y yo, nos queríamos mucho. Yo era lo
que en ese sentido se entiende como una niña buena. Era trabajadora y aplicada. Me gustaba escuchar, aprender y
trabajar. Si acaso, tenía que contener la lengua porque tendía a
utilizarla para hablar más de la cuenta.
Una
profesora joven, de formas suaves y a la que tampoco recuerdo dando una
bofetada o un tirón de pelos. El caso es que cuando ya estaba en segundo y yo
escribía fluidamente puso en marcha una campaña intensiva con la que
convencerme de que debía intentar escribir y utilizar la mano derecha. Siempre
de buenas maneras, utilizando la persuasión y apelando a mi amor propio, al “tú
puedes”. Y yo, que no quería contrariarla, que quería que se sintiera orgullosa
de mi, decidí intentarlo.
Fue
un fracaso, porque claro que podía escribir con la mano derecha, pero muy mal y
eso mi amor propio si que no podía soportarlo. El día que esperaba en la cola
para que me corrigiera el dictado que acababa de escribir con todo esfuerzo con
mi mano derecha y yo veía aquellas palabras deformes y desiguales sentí
vergüenza y pensé que no merecía la pena pasar ese mal trago. Recuerdo con toda
precisión que en aquel momento tomé la firme resolución de que nunca más. Ni
por darle gusto a la profesora ni por nada iba yo a renunciar a hacer bien las
cosas con mi mano izquierda para hacerlas mal con la derecha. En la mirada que cruzamos la seño y yo cuando
le presenté el resultado del experimento nos dijimos todo esto y ahí quedó el
tema zanjado.
Por
suerte los niños no tenían la misma visión que los adultos en ese tema y a
ellos nunca les pareció feo que escribiera o diera a la comba con la mano
izquierda y yo acabé asumiendo mi condición con una suerte de orgullo. Me
distinguía del resto sin que supusiera ninguna desventaja para mí.
En
realidad las cosas son menos complicadas de lo que parecen. A la hora de
escribir en vez de retorcer la mano giro la hoja casi 45º y escribo
de arriba hacia abajo. Nunca he tenido problemas con las tijeras, de hecho
siempre se me ha dado muy bien recortar. Los abrelatas no
había otro remedio que utilizarlos con la derecha y aunque me costase un poco más
pues con la derecha abría las latas. Como curiosidad os comento que en la mesa utilizo el cuchillo y el tenedor como cualquier diestro y que sólo reparé en ello cuando tuve catorce años y una profesora me lo hizo notar en un viaje de estudios. Eso sí, para pelar patatas o una manzanas, por ejemplo, no hay más mano que la izquierda y requiere cuchillo con filo en ambos lados.
Otra más. Siendo adulta, trabajando, una compañera me
comentó que iban a traernos nuevos ratones para los ordenadores y que me vendrían
muy bien a mí. La miré con extrañeza, ¿por qué me vendrían especialmente bien a
mí? Le pregunté. –Porque su forma se adapta mejor a los zurdos. Sólo entonces
reparé en que los ratones estaban todos dispuestos al lado derecho del
ordenador y que esa era la mano que siempre había utilizado para manejarlos. Y así sigo. Tengo la ventaja de poder tomar notas con la izquierda y manejar el ratón con la derecha. ¿Qué más
quiero?
Soy
absolutamente zurda, pero cuando la necesidad me ha empujado a utilizar la mano
derecha así lo he hecho sin mayores problemas. Afortunadamente las cosas han
cambiado bastante y aunque seamos una minoría y todo siga orientado a la mayoría
diestra, al menos ya no se considera un error o una deformidad que hay que
corregir, con lo que los niños zurdos de ahora pueden seguir encontrando
algunas dificultades pero no la incomprensión o la estupidez de que les digan
que está feo comer o escribir con la mano chova.
P.D. No busqueis la palabra chovo/chova en el diccionario. No la recoge. Extrañada, porque yo la oía constantemente en mi niñez, he buscado por San Google y al parecer es una palabra utilizada en extramadura. Aclarado el misterio. Mi familia, tanto materna como paterna es extremeña.
Ha sido estupendo contar con vuestra participación y sois muchos los que habéis intentado dar en el blanco.
Lanzarote, Tenerife, Gran Canaria, La Gomera... la verdad es que todas tienen un aire de familia y sin conocerlas todas y conocerlas bien no resulta fácil dar en el blanco. Pero sólo uno ha conseguido dar con la respuesta correcta:
El caballero Valaf, de los Valaf de
toda la vida. Tuya es hoy la mención especial como Viajero del Mes. ¡Enhorabuena!
Yo, que aún me queda alguna por conocer me arriesgo a decir que el título de Isla Bonita que le dan a La Palma se lo tiene más que merecido. Parece mentira que en tan poco espacio haya concentrado la Naturaleza tanta belleza. Un auténtico paraíso lleno de contrastes. Pasar del nivel del mar a la altitud de 2426 m. del Roque de los Muchachos es tan pocos kilómetros no es nada común.
Una subidita para estómagos fuertes y para dejarte con la boca abierta curva tras curva hasta la cima, con su famosísimo observatorio astrofísico, que no os quise poner el otro día para no dar una pista tan clara.
Aunque es una de las islas pequeñas de Las Canarias tiene tanto por ver que una semana se queda muy corta. También es verdad que es una isla que invita a ser conocida a pie, a través de una extensa red de caminos y senderos. Hay que caminarla y tomárselo con mucha calma para disfrutar de ella.
Impresionante ejemplar de pino en la Caldera de Taburiente
La Palma es sobre todo verde, muy verde. El parque Nacional de la Caldera de Taburiente, tapizado de pino canario, el bosque de Los Tilos, reserva mundial de la Biosfera, que guarda un importantísimo bosque de laurisilva y el canal de Los nacientes de Marcos y Cordero, uno de los cursos de agua de la isla que ahora está canalizado y supone una excursión francamente original, ya que buena parte de ella es subterránea y hay que ir bien equipados con linterna y chubasquero.
Sendero que recorre el canal hasta los Nacientes de Marcos y Cordero
Tampoco hay que perderse el Cubo de la Galga otro exponente del bosque de laurisilva que te hace pensar que has viajado en el tiempo y te encuentras en una Tierra mucho más joven habitada por dinosaurios.
Piscinas de La Fajana
Piscinas naturales de La Fajana
No es La Palma una isla que destaque por su playas. Todas de arena negra y no demasiado grandes, pero tienen mucho encanto. Los Cancajos, La Zamora o Puerto Naos, son las que yo he visitado. Pero os recomiendo que no dejeis pasar las piscinas naturales de agua salada con que cuenta la isla. La Fajana o Isla Azul, son sencillamente espectáculares y una auténtica gozada bañarse en ellas.
Piscinas de Isla Azul
Pequeño poblado entre la falda del Teneguía y el mar, en el pico sur de la isla
Como todas las Canarias su origen volcánico es evidente a cada paso. El Teneguía, que aparecía el otro día en las fotos, es el último que entró en erupción en 1971 y por eso el paisaje a su alrededor es el más árido de todos. Situado en la punta sur el contraste entre este paisaje y el verde norte es de lo más llamativo. Hay una ruta, llamada de los volcanes que recorre la espina dorsal de la isla por el parque natural de Cumbre vieja que no llegué a hacer. Uno de los deberes que se dejan pendientes en cada viaje para poder descubrir algo en el siguiente.
En cuanto a sus núcleos urbanos destaca sobre todo la capital Santa Cruz de
La Palma, llena de rincones preciosos y una arquitectura muy bien conservada que parece hablarnos al oído de tiempos pasados y venturosos. Pero por nombrar alguna otra población creo que Tazacorte merece también un alto y un paseo.
Una vez más me habéis demostrado ser unos estupendos compañeros de viaje. Entendidos, interesados y con ganas de pasarlo bien. Ha sido un honor compartirlo con vosotros.