¡¡Libros,
libros, libros!!
Maravillosos, fieles libros. Amigos inseparables,
compañeros del alma cuando callan y cuando hablan. El mundo entero a nuestro
alcance. Todos los mundos posibles, imposibles o improbables caben en su
interior, todo el tiempo pasado, presente o futuro. ¡Qué placer meternos en la piel de
reyes y guerreros, princesas, huérfanas, institutrices o condesas, dioses y demonios,
dragones y unicornios! Ejercer todas las profesiones y sentir todas las
pasiones. Todo cabe en los libros, todo brota de ellos.
¿Pero el libro es la
historia o el objeto que la contiene?
Hasta hace poco una no podía existir sin
el otro. Ahora la tecnología ha dado un vuelco a esos preciosos y preciados
instrumentos mágicos llamados libros. A los que llevamos una larga relación con
ellos nos cuesta aceptar la nueva presentación, pero aunque estoy segura de que
todo buen amante de la lectura es un gran amante de los libros y si estuviera a
nuestro alcance económico y físico todos seríamos bibliófilos vocacionales, lo
cierto es que mi amor por los libros es superado por mi amor por la lectura,
independientemente del soporte a través del que me llega.
Así, cuando mi poder económico limitaba mucho
mi acceso a los libros, nunca le hice ascos a cualquier otro medio de llegar a
ella. Desde el intercambio de novelas y tebeos en los quioscos, a la lectura
clandestina de los libros de los mayores, al intercambio y préstamo con
familiares, amigos, conocidos y compañeros (con devolución), a las bibliotecas
públicas y a los libros de bolsillo de papel parduzco, que en cuanto pasan de
cierto número de páginas se desencuadernan antes de acabarlos, con el agravante
de dejarte la salud visual en el empeño. Todo vale. Incluido el libro electrónico
al que sin duda le falta el componente sentimental pero que gana puntos en
muchos aspectos prácticos.
A mi me
empujó a él la pura necesidad. Por más que intentaba la remodelación y adecuación
de la librería y buscaba soluciones Ikea adaptables a los rincones más inverosímiles
era evidente que la casa no daría de sí para acoger muchos más libros. Esta fue
la razón decisiva, pero tiene además otras ventajas, como la ligereza que lo
hace ideal para los que aprovechamos el transporte público para nuestro vicio o
la comodidad de llevar muchos libros encima sin tener que pagar por el
sobrepeso de la maleta a la hora de viajar.
En el día
de hoy, fiesta mayor de los libros, me
declaro su amante incondicional. De los libros objeto, con su
portada y contraportada, con sus hojas de papel, con su tacto, su olor y su
peso, con ese hormigueo que sientes en la punta de los dedos cuando lo abres
por primera vez y el suspiro o la sonrisa o la lágrima o incluso el malestar o
el enfado cuando llegas al punto final. Y el gesto al cerrarlo, cuando en unos
casos lo estrechas contra tu pecho con un nudo en la garganta, como queriendo
fundirte con él y en otros (afortunadamente, los menos) lo tiras con furia
incapaz de comprender como ha podido el autor infringirte tal afrenta. Y
declaro el placer que me produce poseer libros bellamente editados, alineados o
superpuestos, pero a mi alcance, para su uso, abuso y disfrute en una
estantería de mi casa.
Pero
por encima de todo declaro mi pasión por leer, por descubrir historias y
sumergirme entre maravillosas palabras, saborear una frase, paladear un párrafo
y admirar a los autores capaces de escribir esas historias, aunque tenga que
hacerlo en libros ajenos, en libros viejos de segunda o tercera mano, en libros
de bolsillo, en manoseados y desvencijados libros de biblioteca o en libro
electrónico.
¡¡Leer,
leer, leer!!